Fin de semana de trabajo en París. Supongo que no suena mal y que
a más de uno le parece un planazo. Yo me he resistido, lo confieso. Me apetecía
un pimiento y me sentó fatal saber que tenía que venir en fin de semana. Pero
ya estoy aquí, casi 24 horas después de haber aterrizado en Orly y de que una
taxista nos arrastrara hasta el 14e arrondissement dando bandazos por culpa del GPS.
"¡Estas máquinas no funcionan!".
Me resulta alucinante cómo el espacio
puede ser algo tan aleatorio. El jueves todavía estaba en Madrid. Hoy estoy
junto a la torre Montparnasse. Pero es que el lunes, no hace todavía una
semana, fui a mi antiguo barrio, en el que viví hasta hace 4 años. Subimos al
piso. Entramos. Y era natural estar allí, como lo es ahora estar aquí.
Nos acostumbramos a habitar un lugar, a
transitarlos de determinada forma en determinados momentos. Luego los abandonamos
y creamos hábitos diferentes e iguales en otros lugares. Y en nuestra memoria
generamos un recuerdo de aquel otro sitio y sus rutinas.
Hice mi Erasmus en París hace ya muchos años. Ayer pasé por la
calle donde viví en aquel momento, por delante de la Iglesia de la plaza, de la
panadería, del metro. Justo el trabajo que tengo que hacer este fin de semana se
encuentra en la calle paralela a la mía por aquel entonces. Quizás por eso no
me siento extraña, más bien justo lo contrario, todo me resulta familiar. No se trata de un reencuentro con el pasado, ni por asomo podría ser, pero sí que lo es con el espacio.
Si me pongo a pensar en las cosas que pasaron mientras estuve aquí en aquel otro momento quizás provoque una crisis de melancolía. Nada más alejado de mis intenciones. Por eso voy a sumergirme en la familiaridad de todo lo que me rodea, en la certeza de que es un instante y de que en 48 horas volveré a ocupar mi espacio habitual. Y será normal volver a casa, mientras París prosigue su camino sin mi presencia.