Sí, Penélope, la mujer de Ulises, aquella que, convencida de que su marido regresaría tarde o temprano, engañó al tiempo deshaciendo por la noche todo lo que de día tejía. Por eso nunca terminaba, y alejaba así el momento siempre postergado de casarse de nuevo al finalizar su tapiz. Lo que no sé es cuándo dormiría... En fin, eso non nos importa.
El caso es que estos meses de atrás he experimentado lo que imagino que Penélope sentiría, en realidad, hacia su labor: un apego absoluto. Tal, que simplemente imaginar el fin de esta y el vacío que le traería le resultaba insoportable. No es que no quisiera casarse, no, es que no quería dejar de tejer, porque cuando estás metida en algo tan grande, como supongo que sería el tapiz en el que ella andaba, no es fácil aceptar que has acabado, que has de pasar a otra cosa, que ha llegado el fin.
Y así he estado yo. Terminando mi manta una y otra vez sin dejar de hacerlo. Hasta que un día me di cuenta, después de deshacer por tercera vez el reborde, de que estaba retrasando lo evidente. Sí, me negaba a poner fin a lo que ya estaba hecho y requetehecho. Había que cortar la hebra. Y lo hice, y sentí tristeza, vacío y vértigo. Pero al final pasé a otra cosa. Porque no hay más remedio. La lana, después de manosearla mucho haciendo y deshaciendo, no hay quien la teja.