martes, 19 de marzo de 2013

Con la muerte a cuestas: coletazos de un invierno rencoroso

A las puertas de la primavera. Aunque se resista, es imparable ya su llegada. Por fin acaba el peor trimestre del año, la travesía del desierto, los días que van desde el 7 de enero al 21 de marzo. Por fin. Pero como si de un toro fuera, el peor trimestre del año se va matando. Lo de menos son los virus y sus secuelas en forma de tos. O las interminables nevadas de invierno transformadas en preludio de tormentas primaverales. O las incertidumbres y presiones en el trabajo (dentro o fuera, ¿tú qué opinas?). Lo de menos son las dudas, las crisis, las cuevas. De todo esto no se muere. Porque lo peor es esto, morirse. No por uno, sino por el resto.

Generalemente es así. El que se muere de forma inesperada puede producir una especie de alivio amargo y profundamente injusto. El que se muere por justicia de la edad, nostalgia por un tiempo que acabó. El que se muere sin quererlo y sin poder evitarlo, descoloque, perturbación, terremoto, tragedia.

Hoy es un día de esos en los que la muerte aflora por manojos. Pasaré por encima de Ulises, nuestra tortuga en su isla de Ítaca, daño colateral de la fobia a los reptiles, la indiferencia constante pero pasión esporádica de su dueño de 5 años y la presencia insuficiente (los hechos hablan por sí solos) pero fiel del pater familias. Esta es una muerte nimia, porque las hay que son así. Deseo que no haya sufrido, pero su desaparición apenas ha causado impacto.

No es el caso del resto de muertes que han florecido estos días. Un infarto por sorpresa (¿podría ser de otro modo?) en un corazón de más de 80 años al otro lado del Atlántico. Su mujer y su hija, a este otro lado, recogen el cabo suelto transoceánico del rencuentro que estaba cerca. Ya no. Otra muerte está llena de dolor acallado con morfina. Todavía no ha ocurrido pero ya pronto. Un niño. Un tumor. No hay más que decir. Y la última, la más reciente, la más perturbadora, la que no deja un ápice de alivio por el fin de un dolor preexistente. Porque no hubo dolor. Pero así, de golpe, porque sí. El resultado, un niño de 5 años que hoy pedía turrón de chocolate, feliz, juguetón, junto a sus amigos, bajo la lluvia (para qué llorar) que todavía no se ha dado cuenta de qué significa que tu padre muera. Que su padre haya muerto.

Y todo esto a las puertas de la primavera, quizás para hacernos el favor de recordarnos que esto sigue, aunque deseemos por todos los medios que pare, que pare, que pare, que alguien borre de nuestro interior el puño opresor del dolor. Pero no. Nada para, todo sigue, los cerezos ya están en flor, como los prunos, como las mimosas del paseo. Y los campos reciben felices las lluvias interminables de la primavera. Y ahora estamos. Y mañana ya no.