Me disponía a echarme la siesta cuando me han avisado de que la cremación era en 45 minutos. Con la cabeza extenuada, mitad aquí mitad en la tierra de los sueños, me he lavado los sobacos y he llegado hasta el tanatorio. B. estaba guapisima. Una blusa blanca con pequeñas estampaciones azules otorgaba al lugar una energía luminosa y fresca. N., sin embargo, iba de negro. El féretro de J. estaba abierto. Tienen algo los cadáveres de irreal. Una perfección en el rostro que da ganas de rozarlos, de comprobar si la temperatura es templada y si la superficie firme. Abrazo a B. Le digo que está preciosa. Lo está. Abrazo a mi padre y a mi madre. La media de edad de los asistentes está en los 70, calculo. N., V. y yo la rebajamos. Solo un poco. Ambos pasamos de los 40.
Al entrar en la sala el maestro de ceremonias es pausado y sentido. Parece de verdad que hablara desde el corazón y nos insiste en que sintamos gratitud por haber compartido nuestras vidas con J. Nos alienta en el duelo y nos lee "Caminante no hay camino" de Machado. Mientras le escucho, Serrat hace los coros en mi cabeza. Luego N. nos ha agradecido estar ahí con ellos, y ha recordado el impacto que le produjeron en el instituto las coplas de Manrique a su padre. Se ha derrumbado con aquello de "cómo se viene la muerte tan callando".
Fuera oíamos música y alboroto. Y al salir había niños y gente joven sentada por el suelo y hablando. Ellos habían ocupado la sala que ahora abandonamos justo antes. Y son multitud, y los niños ríen y corren por el césped. He pensado que quizás se tratara de la historia que me habían contado el día anterior. Sí, la muerte de una persona de mi edad vencida por un cáncer largo que deja sin madre a una criatura de 2 años. Si es así, si es esa la tragedia que han festejado con música hace unos minutos, quizás esté L., mi amiga del alma, la que ayer me informaba de esto justo cuando le devolvía la llamada con la que había intentado felicitarme por mi cumpleaños.
Porque ayer cumplí 45. Un número redondo, que suma 9, que me sitúa en la mitad de una vida que deseo longeva y nonagenaria. Y ayer falleció J. Y también ella. He mirado a lo lejos en busca de L. y la he encontrado al otro extremo de la plaza protegiéndose del sol con una suave chaqueta de hilo sobre la cabeza. Es un lugar extraño para encontrarse. Y sin embargo es de los pocos lugares en los que un encuentro fortuito puede ocurrir en una sintonía parecida. Nos hemos abrazado y yo he sentido la luz que su presencia siempre genera.
Mi madre, cada vez que alguien muere, recita esos versos de Serrat (de nuevo él) que dicen "la vida y la muerte pegada a la boca". Ayer celebraba la vida rodeada de flores y gente a la que quiero y hoy celebramos la muerte, algunos con música y baile y otros con versos. Y mientras, mi padre me dice que quiere irse en silencio y sin dejar rastro, que no quiere ser testimonio del olvido, que no quiere que, como acaban de hacer para su madre, se acople una placa con su nombre a un nicho que contenga sus restos, nicho en el que permencerán 70 años más en un cementario que no visitamos. Y es que el alquiler de mi abuela, que falleció hace 10 años, había expirado. Los muertos también se mudan y parece no afectarles la nueva ley de la vivienda. El nuevo contrato de alquiler de mi abuela finalizará en 70 años. Yo ya no estaré aquí. Muy seguramente haya dado para entonces un paso más hacia el olvido, el que nos espera a la mayoría. Mientras tanto, podemos seguir bailando, disfrutando de la música, de los abrazos y de la poesía. Sin olvidar, quien quiera, la callada llegada de la muerte.