Ya es verano. La temporada nómada por excelencia. Cuanto mayor me hago, más me gusta el verano. Y ser nómada. Saber que las noches se irán haciendo más largas, dormir cada pocos días en un sitio diferente, vagar, no mirar el reloj y sentir el frescor del agua.
Este verano será raro. Han empezado los reencuentros. A medias, porque solo nos vemos media cara. Y es extraño verse solo los ojos. Y ni esto cuando llevamos gafas de sol. Me gusta abrazar y sentir cerca los cuerpos de a los que quiero. Pensé que me adaptaría, pero no. A veces abrazo por la espalda, con la barbilla en el pecho. Rodeo los torsos de mis seres queridos y disfruto de esos segundos de calidez. El otro día paseé con una amiga que iba sin mascarilla. A la distancia adecuada, veía su cara completa, su boca moverse, su rostro expresivo y se me antojó fantástico y novedoso.
Y sin embargo, parece que no hubiera pasado nada. Que nos hubiéramos levantado una mañana con la mascarilla sobre la mesilla. Y ya está. En todas las conversaciones surgen alusiones al confinamiento, a sus consecuencias. Ha pasado y sus huellas transcienden la memoria. Están instaladas en el cuerpo. No solo en los michelines. Están anidadas en nuevos propósitos, en descubrimientos, en constataciones, en penas. Y en alegrías. Todos llevamos a cuestas una nueva cicatriz, más o menos grande, por cada día pasado encerrados. Un nuevo tema de conversación, un lugar común al que acuden sin quererlo nuestras conversaciones.
Estrenamos nueva estación y el final de las clases. Y no hay las fiestas de todos los años, ni fuegos artificiales, ni noches ruidosas de las que huir. Sin embargo hoy, al caer la tarde, encenderemos velas frente al cielo enrojecido y prestaremos el oído al aire hasta escuchar el murmullo de la magia de esta noche más corta. Y el final del último día más largo.