miércoles, 26 de febrero de 2020

Gansos

Hoy hace una de esas mañana de invierno madrileño típicas: sol limpio y brillante y un frío que no deja sacar las manos de los bolsillos. Al llegar a la rotonda, una furgoneta de reparto de medicamentos y un coche están haciendo un parte. La furgoneta se ha estampado en el lateral del coche. Me atrevo a decir que el coche quiso cruzarse de carril sin  mirar. Pero vete a saber. Al terminar de cruzar la rotonda, ya al otro lado, me ha parecido oír el canto de un ganso amortiguado por el ruido de los coches. Por un momento he pensado que alguna de las personas de mi alrededor tenía ese sonido como tono de llamada y me ha hecho gracia la extravagancia a la que podemos llegar. Pero no, los graznidos seguían, irregulares, ganando intensidad. He mirado a mi alrededor hasta que allí, en el alféizar de la ventana del séptimo piso, los he visto. Dos gansos blancos. Han agitado las alas a la vez justo cuando mi mirada los ha localizado y han echado a volar, en paralelo, por encima de mí. Me he parado a mirarles, absorbida. Los he perdido de vista pero seguía oyéndolos. Han dado una vuelta sobre mi cabeza y han continuado, graznando, hacia el horizonte.
Cuando ya no estaban, y solo surcaban  el cielo las urracas y mirlos de costumbre, he retomado el paso. Pero primero he bajado la mirada del cielo y al hacerlo me he cruzado con la mirada del tipo que venía de frente. Iba sonriendo. En ese momento me he dado cuenta de que yo también. Nos hemos mirado cómplices, sabiendo que acabábamos de ser testigos de una de esas cosas profundamente comunes que ahora nos pillan tan lejos. Las copas de los árboles empiezan a reverdecer.