Durante mucho tiempo (mucho tiempo pueden ser, tranquilamente, años) he penado y sufrido porque muchas cosas no fueran lo que deseaba. No cosas lejanas a mí sino cosas muy inmediatas, tangibles, próximas. Me despertaba la angustia en mitad de la noche. Una sensación viscosa y física albergada en mi piel, en su superficie y en su interior. La cabeza enloquecida impedía el sueño. Y me pasaba con facilidad las noches en vela repertoriando lo que no iba, lo que no funcionaba, la distancia astronóminca entre la realidad y el deseo. Una etapa cernudiana durante la que me alojé en el seno de esa contradicción. Porque entonces era una contradicción. Realidad y deseo como elementos contrapuestos y un solo camino de liberación: el de la sustitución de mi realidad por aquello que deseaba.
No sé qué pasó aunque tengo ciertas intuiciones. La más importante, la de que algo tiene que ver que tirara la toalla y dejara de luchar. Me senté derrotada al borde de mi vida y empecé a contemplar, pequeña, mi realidad. Aquello era todo y todo estaba perdido.
Ha pasado tiempo desde aquello (tranquilamente años) y empiezo a sentir, poco a poco, la paradoja del cambio en mis propias carnes. La realidad y el deseo se me muestran ahora como complementarias. La realidad enmarca, el deseo señala. No hay vida de la una sin la otra. Y no hay batalla.
El cambio resultó que estaba fraguándose, de espaldas a la batalla estéril que asolaba el paisaje. Y llega solo, sin esfuerzo, sin tener que haber tirado de él o haberlo empujado. Ha venido y se ha sentado tranquilamente a mi lado. Cuando me he dado cuenta, era un nuevo paisaje, de la noche a la mañana. Igual que llega la primavera en mitad del invierno en la forma de un crocus o un jacinto. Por sorpresa, pero siempre había estado ahí.