A estas horas, seguramente, mi amiga V. estará haciendo revisión de los propósitos que lanzó hace exactamente un año. Los guarda escritos, lo que es muy empírico. Y me ha confesado que suelen ser factibles, lo que minimiza sin duda el riesgo de darse un baño de fracaso el último día del año.
Yo soy más de deseos, de lanzarle a la noche mágica del 31 de diciembre una lista, más o menos corta, de deseos que me gustaría que la vida me regalara. Y de aquellas cosas de la vida que desearía que se fueran. Además, lo que más me gusta de este día, bailoteo si se tercia aparte, es este instante de introspección impúdica que suelo dejar por aquí. Me encanta echar la vista atrás, hasta el día 1 de estos convencionales 365, y saborear, repasando muchos de ellos, el regusto que han ido dejando. Llevo una especie de diario visual en el que inscribo los momentos significativos. El presente es engañoso con su intensidad y lanza un velo opaco sobre los días que fueron.
Así que reviso mi diario. Y descubro que anoté, en febrero, mi decisión de cambiar mi rumbo laboral. Desde ahí hasta ahora, pasito a pasito, he ido ejecutando la decisión. Algo precipitada en los dos últimos meses, pero ya finiquitada. Quizás el cambio más duro al que me he enfrentado en la vida. Abandono una profesión que me chifla, pero que ya no me ilusiona. Qué euforia sentir la decisión palpitando entre mis manos. Qué euforia decirlo y hacerlo. Qué sensación de fuerza. ¿Esto es lo que se siente al abandonar la zona de confort? Pura adrenalina. Lo que me duele, lo único, es dejar de tener en el día a día a las decenas de personas con las que he compartido tanto durante 16 años. No deja de sorprenderme la flexibilidad de la memoria. Aunque venga de lejos, siento esta decisión profundamente reciente. Y sin embargo, el resto de cosas que pasaron ese mes de febrero son cosa del pasado más lejano que una pueda imaginar.
Y es que este ha sido un año duro. No olvidemos que empezó con una mudanza imprevista. Con un montón de obstáculos en el trabajo. Cada uno de ellos hacía más duro regresar al día siguiente. Todo se me desmoronaba.Y tras febrero, marzo vino cargado de ilusión, con una boda hexagonal (florecillas silvestres) y la preparación del viaje a Irlanda. Todo se precipita al llegar la primavera. El verano me agita, me lanza a las nubes. El verde me aterriza y me recarga. Y a la vuelta... todo patas arriba. Estos últimos meses, desde septiembre hasta aquí, han sido de una intensidad insana. Una montaña rusa en la que muchas veces no he tenido volante que hacer girar. He rozado las estrellas, comido lodo. Y vuelto a empezar. He sentido el deseo como nunca, la injusticia como nunca, el afecto como nunca, la fragilidad como nunca y el pánico como nunca.
Y ahora todo acaba, para comenzar de nuevo, sin duda de otra manera. Es una casualidad que coincida el fin de un año con el fin de una etapa. Todo por descubrir. Las piezas todavía se están recolocando. Mi diario tiene las hojas en blanco y me muero de curiosidad por saber qué leeré dentro de un año.
Este ha sido un año de deseos cumplidos, descubiertos y frustrados. De grandes descubrimientos. Así que, reconciliada con el deseo, estoy lista para decirle a 2019 lo que quiero que se lleve y a 2020 lo que quiero que me regale. Y advertirle de todo lo que tiene que continuar, porque es faro y es hogar. Y que no falte la música.