jueves, 8 de agosto de 2019

Este año no habrá moras

El camino está rodeado de almendros, a uno y otro lado, lejos los unos de los otros. La mayoría de ellos están muertos. Los que sobreviven tienen ramas moribundas cargadas de los últimos frutos. Todos tiene el tronco retorcido, girado hacia el sur, como si los vientos de otra época los hubieran obligado a crecer sin perder de vista la ciudad. La lana de las ovejas que pastan por aquí se anuda a sus cortezas.

El campo está amarillo. Al pie de la ladera empinada que queda a la izquierda surge una tubería negra que canaliza el agua de una manantial y la vierte sobre una bañera reconvertida en abrevadero. Hay rastros de todo un reguero colina abajo de cuando el abrevadero ha desbordado en algún momento del pasado. Ahora, ni una gota de agua. Todo está seco. El cantueso tiene la flor quemada y la hoja seca. Entre las zarzas, ni una flor viva. Parece que hubieran hecho el intento de florecer pero que se hubieran quedado ahí, marchitas, como muestra irrefutable de que este año no pudo ser. Así que a finales de verano no habrá moras.

Me he cruzado en mi paseo con dos conejos. Se han quedado quietos, primero uno y luego otro, al oirme pasar campo a través. Las zarzas en las que se han escondido están rodeadas de multitud de cagarrutas pardas y resecas. La vaguada está cruzada por senderos marcados sobre el suelo polvoriento, entre las gramíneas, trazados por los ciclistas que recorren estos campos. Al otro lado de la valla metálica, un bosque de pinos y encinas, con una sutil hilera de chopos que testimonian que en algún momento hubo un riachuelo. A este lado, tierra desgastada, almendros moribundos y retamas.

Este paisaje me recuerda inevitablemente a otro paisaje, el de mi infancia (debiera quizás decir "mi patria"). Es la otra cara de las montañas que se observan mirando al noroeste. Misma altitud, misma flora, misma fauna. Recuerdo cuando a lo largo del verano horadábamos el sendero que nos llevaba desde el muro hasta la piscina del pueblo. A los lados, los cardos. Intentamos construir un par de cabañas a lo largo de los veranos a la sombra de las encinas. Trepábamos a las rocas que sucumbieron hace unos años a la avaricia de los constructores y que ahora yacen bajo cimientos de casas inhabitadas. Eran nuestros castillos, fortalezas, hoteles y autobuses. Donde cosechábamos moras, donde organizábamos pícnics. Donde nos tumbábamos por la noche para ver la lluvia de estrellas de mediados de verano.

Este año, allí, el pozo apenas alcanza los 20 centímetros de profundidad. Y todo está, igualmente, seco y agónico. Después de llevarse las moras, la sequía traerá el olvido y el polvo.

Y sin embargo, unos cientos de kilómetros al norte, cruzando un mar y una frontera, el agua cae sin pudor del cielo. Ahora mismo contemplo una tormenta que ha oscurecido la luz, que hace bailar los setos y que lanza las gotas contra los cristales. Y mañana seguramente brille el sol en algún momento, haciendo daño a los ojos cuando saque ese brillo esmeralda del suelo. Y seguramente lloverá de nuevo.