domingo, 2 de diciembre de 2018

A golpe de martillo y de foto

Arrastro desde hace un par de semanas ciertos síntomas de tambaleo vital. Todo empieza cuando el lunes, al llegar a la oficina, el muro del final de la pradera ha desaparecido, junto con la puerta que daba a la sala de reuniones justo detrás de mí, ahora tapiada con una estrecha estantería completamente vacía. La cafetería, hasta hace poco al otro lado del pasillo, ha sido clausurada y se está renovando para ser quién sabe qué. El asunto, evidentemente, es la extrañeza que produce el cambio allí donde uno siente que no cambia nada.

Durante la vuelta a casa escucho en la radio una entrevista a un tipo que, me entero en ese momento, aparece en un anuncio que se ha hecho viral esos días. Se trata de una publicidad de licores en la que se responsabiliza a nuestra adicción a las pantallas de la falta de tiempo que dedicamos a los que queremos. Creo que querían haber dicho, más bien, que la causa de esa falta de cuidado y presencia son las interminables jornadas de trabajo. Sin duda esa era la idea. Seguramente la agencia de publicidad advirtió a la empresa de licores que era más adecuado responsabilizar de esa situación a los móviles no fuera a ser que con semejante mensaje agitaran a las masas explotadas y se les ocurriera a estas cumplir la jornada laboral y salir a su hora.

El caso es que el tipo enuncia un concepto interesante, el de "ficción de inmortalidad". Ya te puedes imaginar, ese pensar que viviremos eternamente, y, en consecuencia, dedicarnos a lo urgente y dejar lo importante para otro momento. Lo sufro. Lo reconozco. Es mi síndrome, sin duda. Así que cuando de repente desaparecen paredes, puertas y cafeterías, mi realidad se agrieta porque de golpe el presente no es inmortal sino finito. El cambio irrumpe delante de mis narices recordando que lo que conoces puede dejar de existir.

Antes de que se acabe el día, de remate, recibo media docena de fotos. En estas fotos aparezco veinte años atrás junto con mis amigas. No es necesario que describa los pómulos altos, las cinturas de avispa, la frescura de nuestras sonrisas, lo arriesgado de nuestras estéticas y la felicidad que desprenden las fotos. Estamos radiantes. Más allá de la nostalgia y el mazazo de reconocer los veinte años que median entre ese instante y el actual, hay algo que me inquieta profundamente. Y es que no recuerdo, para nada, ninguno de esos momentos. Ni la fiesta de disfraces, ni la noche de baile, ni el día en que, por lo que se ve, acudimos a esa discoteca. Ni un recuerdo. Y sin duda soy yo, somos nosotras.

La semana acaba en la oficina con una mudanza de planta que se ejecutará el lunes cuando tendré que subir un piso y recorrer medio pasillo más para descubrir mi nuevo puesto de trabajo. Y termina ayer mismo con una fiesta de 40 cumpleaños en la que hicimos fotos, selfies y vídeos a tutiplén que seguramente no recordemos cuando dentro de otros 20 años preparemos la fiesta de los 60.

Así que así están las cosas: vivimos en presente, pensando que no se acaba, que es inamovible y eterno. Un presente que se destruye a golpes de martillo o de foto y cuya desaparición deja al descubierto lo que fue presente y ahora es olvido. Sin duda, hay que darle al licor.