Junto a la frutería del mercado en la que venden mango nacional a 7 euros el kilo hay una pescadería. Veo de refilón boquerones chiquitos en una caja de estas que usan en las pescaderías hecha con poliespán cubiertos de hielo. "Boquerón malagueño", dice el cartel. Viene a mi mente un recuerdo de mi infancia, cuando en verano, durante casi tres meses, vivíamos juntos mis padres, mi hermano, mis abuelos y mi tío allá en la casa de la familia en el campo. Y comíamos boquerones. Recuerdo a mi madre inclinada sobre la pila de la cocina limpíandolos con paciencia, quitando cabeza y espina. Se freían luego en manojitos, enharinados y, una vez en los platos, desaparecían en un visto y no visto. Recuerdo las partes finas del boquerón más crujientes, las suaves espinas aplastándose entre los dientes. Recuerdo apartar las colas.
Mientras estoy pagando en la frutería (no, no he comprado mangos) sé que voy a ir directa a la pescadería. Sé que voy a comprar boquerones. Sé que le pediré al pescadero que me los limpie y que los freiré, enharinados, en manojitos para la cena.
Este momento no tendría nada de reseñable si no fuera porque soy vegetariana, así que no como pescado (muchas personas no saben todavía que peces y mariscos están incluidos en eso de "no comer carne") y no suelo comprarlo. Soy la única vegetariana de mi familia por lo que los boquerones los disfrutará el resto. Y yo, aunque no los vaya a comer, voy a disfrutar del homenaje que me resulta, en este día, comprar boquerones de Málaga, como mi abuelo, y preparárselos a la familia.
La última cerradura que tuve que abrir para salir del armario en el que mi vegetarianismo se ocultaba era precisamente esta, la de la comida como transmisora de cultura, de recuerdos, de tradiciones y de valores. Las tradiciones hay que cuestionarlas y elegirlas. No valen todas por defecto. Comer boquerones es cuestionable y por eso yo elijo no comerlos. Pero le he dado muchas vueltas a esto de cerrar el grifo a todo lo cultural que va asociado a muchos platos. De pequeña, siempre que salíamos a comer pedía sopa castellana. Me encantaba el pescado rebozado acompañado de salsa de mantequilla y limón que preparaba mi padre, los bocadillos calientes de jamón de york y mantequilla de mi abuela Margarita, los rollitos de pollo y bacon de mi abuela Marce, las patatas con sepia de mi madre, la paella, la morcilla de Burgos fritita, el cocido interminable en mil y una ollas.
Ninguno de estos platos va a desaparecer porque yo deje de hacerlos en mi casa. Mi pareja también cocina y se encarga de darle buena cuenta al chorizo. Pero yo he decidido apearme, con cierto dolor, de este tren cargadito de historia. Voy montada en otro con sopas castellanas sin jamón, albóndigas sin carne, empanadillas sin atún y cocido sin morcillo. Hay quiche de espinacas, pasteles de brócoli, hojaldres de calabaza y salchichas de Glamorgan. En lugar de "del cerdo, hasta sus andares", el lema de este tren es más bien "tofu hasta en la sopa". Lo siento como una traición a mi responsabilidad de transmitir un patrimonio cultural. Sé también que, traición o no, mi decisión transmite otros valores y que mi postura enraíza con una tradición lejana que me adopta.
Esta noche han dado saltos de alegría cuando han visto los boquerones en la cena porque es algo poco frecuente. El pequeño los ha preparado conmigo. Los han disfrutado como un manjar, que es lo que son. Y quién sabe qué quedará en sus corazones, si el recuerdo entrañable del tofu marinado en salsa de soja, el traumático de los pastelitos de brócoli o el excepcional de los manojitos de boquerones.