sábado, 29 de septiembre de 2018

El día en el que un malware se cruzó con Unabomber

Tras el atasco de las 8, que no suelo frecuentar, he llegado por fin a la oficina y he aparcado frente a la puerta. Antes de bajar, como muchos días, satisfago el reflejo tecnológico de consultar el wassup. Mi compañera C. nos ha escrito lo siguiente: "nos han atacado con un virus que encripta los documentos (carita de terror)". ¿De qué se trataba?

Al entrar por la oficina se respiraba un ambiente relajado, gente por los pasillos y la cafetería hasta arriba. Alrededor de las mesas, corrillos. Y los ordenadores, apagados. En seguida me han puesto al día de lo ocurrido: a primera hora de la mañana, alguien de recursos humanos había pasado por los pasillos diciéndole a todo el mundo que apagara su ordenador para evitar la expansión de un virus informático. La voz, inevitable, empezó a propagarse según iba incorporándose la gente a su jornada. Así pues, no estábamos autorizados a encender el ordenador, ni conectar el wi-fi, ni siquiera trabajar en local sin conexión a la red. No teníamos ni teléfono.

En definitiva, un extraño día de trabajo de esos que harán historia. Uno de esos con los que la rutina te premia y que sirven para crear un punto de fuga en el continuum temporal que es mi oficina.

Hemos aprovechado la limitación tecnológica para hacer reuniones con un ritmo pausado, algunos a ordenar armarios y cajones, otros a tomar café. Nadie nos daba ninguna instrucción sobre si irnos o quedarnos. ¿Cómo hacernos llegar el mensaje a todos?  Por todas partes rumores, con más fuerza de lo normal, imposible de verificar la fuente. Que si han atacado también a la seguridad social, al aeropuerto del Prat, que si la directora dice que nadie se vaya, que si en otro departamento han dicho que todos a casa... Ha sido divertido reestructurar la cabeza en busca de las tareas con las que se podía avanzar a pesar de las restricciones. Como si de un juego de estrategia se tratara.

Unos días antes había terminado de ver la serie "Manhunt: Unabomber". Era imposible, este día, no atar cabos, no darse cuenta de que bajo la apariencia y el mensaje de que las máquinas nos lo ponen todo más fácil yace la realidad tangible de que nos hacen también dependientes de ellas. Y el malware ha hecho saltar por los aires nuestra interfaz de felicidad tecnológica. Bum.

Muchos de mis compañeros, aquellos que rozan los 50, han conocido otra época en la que nuestro trabajo, hacer libros, se realizaba todavía en papel. No me refiero al proceso final de fabricación sino a todo lo que va desde su conceptualización. Ahora el papel lo vemos al final, cuando se imprime el pdf que llegará a la imprenta. Hasta ese momento, pantalla. Recuerdo que antes, cuando empecé en esta profesión hace algo más de una década, los ilustradores te mandaban su trabajo en un sobre, usaban papel y lápices o acuarelas. Igual las pruebas, cuando andábamos con enormes sobres repletos de hojas tamaño  A3 pintarrajeadas con decenas de correcciones que viajaban entre maquetadores y editores.

Y ahora un virus informático llegado desde quién sabe dónde con la intención de chantajear a una empresa, o un ataque a los servidores radicados en cualquier confín del mundo y todo salta por los aires. Ni ilustraciones, ni pruebas, ni maquetadores, ni correctores, ni editores. Nada, solo hablar, tomar notas a mano y, ya en casa, escribir en un procesador de textos sin conexión a la red.

Hoy me quejaba con mi abuela por teléfono, diciéndole que estaba cansada después de haber pasado la mañana del sábado limpiando y cocinando. "Hija, lo metes todo en el friegaplatos", me ha dicho. Por un momento mi queja me ha parecido ridícula al imaginarme a mi abuela lavando a mano, ropa y platos, y el suelo arrodillada, y realizando todas las tareas sin ninguna ayuda. Y de ahí mi cabeza ha saltado a saber que a pesar del friegaplatos, la lavadora y la batidora este mundo nuestro nos condena a vivir mil vidas a la velocidad del rayo.

Inevitable no desear ser ludista. Y viva la fregona.