Aquel jueves, en lugar de dirigirme a la oficina, me encaminé, en dirección contraria, hacia la sierra de Guadarrama. El destino: un hotel en lo alto de San Lorenzo construido en la década de los 40 en el más fiel estilo herreriano. Carretera de Cerceda, prados parduzcos, vacas y encinas. Fantástico día de verano. Al llegar, ya estaban todos los convocados: compañeros de mesa, de equipo, de departamento y de departamentos aledaños. Y por delante, tras la intervención de las directoras, se resolvería la incertidumbre. ¿Por qué estábamos allí? ¿Qué íbamos a hacer? Duda resuelta: recibir un regalo, como reconocimiento a nuestro trabajo y esfuerzo, consistente en 48 horas de diversión y barra libre.
Las semanas previas habían sido un cebadero de incertidumbre, un baile de posicionamientos y un combate soterrado con el correo electrónico como campo de batalla. El día del castillo hinchable pasará a la historia como el "Momento glorioso" para unos y el "Momento terrible" para otros. Para mí, sin ir más lejos. Castillo hinchable, sí. Inocente artilugio de feria que garantiza las diversión a los más pequeños y, al parecer, la envidia a los grandes. Quemaduras, cabezazos y caídas mediante.
La emboscada había sido una supuesta reunión de departamento. Allí me encaminé, junto a mis compañeras, cuaderno en mano. El equipo avanzó por el pasillo, pasando de largo la supuesta sala donde la reunión habría tenido lugar de haber sido cierta y adentrándose en el hall, donde nos esperaban los compañeros de otro departamento. Empecé a ponerme nerviosa. Los responsables nos dijeron que tenían una sorpresa preparada y que saliéramos del edificio. No me gustan las sorpresas que se anuncian. Porque saber que tienes una sorpresa deja de ser sorpresa. Las sorpresas deben surgir sin aviso ni anticipación, ex nihilo, ante los ojos de una.
Así que salimos todos en fila, como si de una clase de Infantil se tratara. Yo, con el estómago en un puño. Bordeamos el edificio hasta llegar a la trasera donde nos estaba esperando un inmenso castillo hinchable plantado sobre la grava, música a todo trapo y accesorios de fiesta a tutiplén."Ahora, saltad y bailad, divertíos, porque os estamos grabando y haciendo fotos". La gente se lanzó a colocarse gafas gigantes, pelucas enloquecidas, antenas de marciano, sombreros de cowboy con la bandera francesa y alas de mariposa. Se descalzaron y se abalanzaron sobre el castillo con el ansia de quien lleva esperando durante mucho tiempo.
Yo no salía de mi estupefacción. Me había quedado bloqueada nada más salir del edificio. Me gusta mi trabajo y adoro a mis compañeras. Y sin embargo, un día cualquiera, la empresa puede decidir, no echarla a una y prescindir de su trabajo sino ponerla a saltar en un castillo hinchable. Quería salir corriendo pero me quedé a la sombra, junto a mi compañera recién operada de un juanete con un nudo en la garganta. Se esperaba de mí, igual que de mis compañeros, que saltara con entusiasmo auténtico sobre un castillo y que pasados cinco minutos y tras el toque de silbato regresara a mi puesto y siguiera sacando trabajo adelante.
Evidentemente, no salgo en el vídeo que el jueves nos enseñaban en El Escorial. Mis compañeros aparecen partidos de la risa, felices. Se deslizan por la rampa del castillo, de uno en uno, de la mano, uno sobre otro. Saltan, se abrazan. Disfrutan. Por la noche habrá barra libre y baile hasta las 3 de la mañana.