Ya es tradición (aunque es una impresión sin comprobación empírica) que este día, junto con el de fin de año, acabe dejando aquí su huella. Es porque ambas fechas me parecen importantes y me resulta fácil encontrar el momento en el que me regalo, con más o menos urgencia, un rato frente al ordenador.
Se me hacen mucho, 40. Me cuesta decirlo en voz alta. Me parece enorme la distancia entre esa cifra y cómo me siento. Sigo siendo una muchacha. Las canas, las arrugas, las incipientes flacideces lo desmienten. Pero quiénes son ellas, al fin y al cabo, para desmentir la energía que me rebosa. La de una muchacha, insisto.
Me pregunto si en algún momento de la existencia las personas nos sentimos acompasadas cuerpo-energía. De niña, quería crecer y cumplir años. Hasta llegar a la adolescencia, que parecía eterna, como si fuera un terreno conquistado del que nunca nadie nos echaría. Los 30 lo hicieron de golpe. Y ahora, en este nuevo cambio de década, me siento reina de un territorio invisible que se desgasta por fuera. Una urna de cristal en la que sobrevive un ecosistema inmortal que se agrieta, se araña, se descascarilla, solo en el exterior.
La primera persona que me ha felicitado esta mañana me ha deseado que se cumplan mis sueños. Yo sigo sin saber si esto de la vida va de eso o de qué. Pero me ha parecido un bonito deseo. Desde luego que esta muchacha que soy ahora tiene la fortaleza de 100 ejércitos para hacer que los sueños se cumplan. Falla más la brújula que le permita encontrarlo aunque mejora con los años.
Mi abuela me ha recordado que hace 40 años acompañó a mi madre al ginecólogo. Dejó preparada la comida en casa para su marido y sus hijos, no podía ser de otra manera. Judías blancas estofadas a las que añadió la penca de la acelga, que le gustaba mucho a mi abuelo. Y manojitos de jureles fritos. "Antes se comían dos plantos, no como ahora", me recuerda. Cuando se estrenó en esto de ser abuela tenía 48 años.
Hoy la vida me regala un amanecer lluvioso, como me gustan los amaneceres. Un día más con nubes en el cielo en esta temporada de lluvias eternas que están siendo mi delicia en el camino horrible hacia el verano.
Hace 5 años, cuando empecé a prepararme para el cambio de década, me prometí que me las apañaría para tener, el año que cumpliera los 40, más vacaciones de lo normal durante el verano y marcharme un mes a París. Hace 5 años no había descubierto que los planes chulos no hay que postergarlos. No será París, pero no estará nada mal. Y a lo lejos, en una meta que no tiene fecha pero es el horizonte, proyectos, deseos, sueños y temores, que paso a paso se construyen y destruyen, aparecen o desaparecen. Porque esto se pasa volando, el presente intenso nos lleva sin darnos cuenta al último día. Solo nos queda el camino, mejor con brújula. Mejor con la energía de una muchacha.