miércoles, 1 de noviembre de 2017

La caída o en busca de un bosque propio

La clase comenzó como la vez anterior: estiramiento rápido de articulaciones, giros de cabeza, sprint, flexiones, todo ello con la luz de baja intensidad de un gimnasio sin ventanas y las paredes pintadas de negro. La música de los de crossfit, en la sala de al lado, junto con las voces del monitor, configuraban el murmullo de fondo. Llega la hora de correr. Ese día, mi tercer día de clase, nos dividieron en grupos para correr en las cintas o saltar a la comba.

Y ahí estoy yo, subida en una cinta por primera vez en mi vida.
- ¿Cómo funciona esto? Le pregunto a mis compañeros.
- Dale al botón de inicio y ponla entre 7.5 y 9. Esos son los kilómetros por hora.

Dicho y hecho. Activo todo, la velocidad aumenta poco a poco y los minutos pasan mientras voy aumentando el ritmo. "Esto es más fácil que salir a correr por la calle", me digo a mí misma.

El profesor nos avisa de que cambiemos de actividad y de que los que estamos corriendo nos pongamos con la cuerda. Me dispongo a bajar. Me parece evidente que he de ir disminuyendo la velocidad de la máquina sin dejar de correr. Aprieto el botón sin pausa. 8.5, 8, 7.5, 7. Descubro, justo en el centro, un botón en el que pone "stop". "Este debe frenar mucho más rápido", razono. Y pulso.

Justo al dar al botón mis piernas, como si fueran ellas las que están conectadas con el interruptor, paran de golpe. Sin embargo, la cinta sigue en movimiento. Mis escasos conocimientos de física desfilan en décimas de segundo por mi cabeza, el tiempo que discurre entre darme cuenta de que ha sido un error dejar de mover las piernas y que mi trasero se estampe con el suelo.

Estoy bien. No me he roto nada. Y la anécdota ha generado muchas risas entre mis cercanos. Pero el golpe, inevitablemente, sirvió para que me preguntara qué hacía yo allí, en un gimnasio, asistiendo a clases de boxeo. "La pulga de Carabanchel", habían bromeado unos días antes mi familia y mis amigos.

Pues bien. La respuesta es que estaba allí buscando lo que C. ha encontrado en ese mismo sitio. C. es mi compañera de trabajo y también amiga. Lleva 2 años practicando este deporte con una pasión tan desbordante que me ha invadido. Sigo sus andanzas en el ring con avidez, sus cambios de gimnasio y de profesor como si fuera un culebrón, pero sobre todo, por encima de todas las cosas, sigo de cerca su entrega al boxeo con una admiración que no para de crecer. A lo largo de todo este tiempo he sido testigo de cómo a medida que ella se entregaba al deporte iba derrumbando barreras fuera del ring. Estoy siendo testigo de unos vasos comunicantes, invisibles, entre un saco de boxeo y una oficina, testigo de una proporcionalidad inversa que entra y sale de un gimnasio.

Así que  mi caída me colocaba en el diván de la reflexión. Recorrer el camino de otro puede llevarte donde quieres, pero también puede resultar que ese no sea tu camino. A mí me ha llevado a protagonizar la anécdota ridícula del día, a tener agujetas como nunca antes, a abandonar mi zona de confort y adentrarme en una actividad que nunca hubiera elegido. Golpear un saco descargando energía, rabia, frustración, mierda es salvador. Las agujetas de los días siguientes no tanto.

Recuperada del golpe, 2 semanas después, he de decidir si volver o no. Si seguir por este camino que funciona a otros o, como Martín Testarudo, adentrarme sola en el bosque de mi elección.