Hoy es domingo. Aunque con ganas de dormir hasta más tarde, mi cuerpo contradice mi deseo y me lanza fuera de la cama. Hace una mañana despejada, algo con lo que todos andábamos soñando después de esta inusual semana de tormentas otoñales que nos ha forzado a desempolvar los edredones. Mi hijo mayor ya danzaba por casa antes de las 8h. Supongo que será una casualidad genética todavía por descubrir: el gen madrugador. Está claro que, en mi caso a mi pesar, lo compartimos.
Hemos salido a dar un paseo y a disfrutar del frescor de la mañana. Conversador incansable tiene la capacidad de hacer ameno casi cualquier camino. Hasta que se cansa. En ese momento, sin retrasarlo, no hay más opción que regresar.
Todos dormían a nuestra vuelta. Hemos desayunado plácidamente y me he puesto a leer. Porque sí. Supongo que es algo que he descubierto recientemente: el placer de no hacer lo que toca, de darse el gusto, de remolonear.
Y es que últimamente me satura la cantidad de canales de información que tenemos, o que tengo. La posibilidad de enviar pensamientos de manera inmediata de wassup es al tiempo un goteo incesante de gente que todo lo interrumpe. El correo electrónico, que almacena más mensajes en la carpeta de correo no deseado que en la de deseado. El teléfono mismo, el fijo y el móvil. Instagram. Blogs, periódicos... El mundo en una pantalla siempre a cuestas a la que todavía no me resisto.
Así que darme el gusto de tumbarme en el sofá, con la brisa fresca de la mañana entrando por la terraza y el teléfono en modo avión, es todo un placer. Y el gusto es doble cuando lo que tengo entre manos me lleva a una época en la que si alguien quería comunicarse contigo te escribía una carta o se acercaba a tu domicilio. Y esa circunstancia, en este momento de saturación informativa, se me presenta ideal. No me imagino mayor placer que pasar las horas del día en conversar plácidamente con mi familia, tocar el piano, escuchar música, leer, escribir, jugar a las cartas y pasear. Estar rodeada de una naturaleza amable y verde, serpenteada por caminos de los que llevan a alguna o ninguna parte.
Durante un rato, tras el desayuno, antes de hacer frente a lo que toca, me he tomado el lujo de tumbarme y evadirme. Pero no solo entonces. También antes de comer, y después de comer y quien sabe si no lo volveré a hacer a lo largo de la tarde. Porque junto a la conquista del derecho a darse gusto y no hacer lo que toca he realizado otra, esta vez más localizada geográficamente: he conquistado mi cama como lugar de encuentro familiar, terreno de asueto y de lecturas compartidas. Con frecuencia, últimamente, nos encontramos mis hijos y yo, sobre la cama y a sus pies, pertrechados de libros, cómics, barajas de cartas o cuaderno y pinturas. A veces leemos en silencio, conversamos, jugamos o dormitamos. Nunca pensé que este fenómeno pudiera darse. Por eso estoy contenta de haber pasado el domingo en casa y poder disfrutar de estas enormes conquistas.