domingo, 6 de noviembre de 2016

Casualidades

Al regreso del puente de todos los santos acudí a una formación que tenía lugar en el centro de Madrid. Agradecí eternamente esta cita porque, entre otras cosas, me impedía ir a la oficina. Y después de 4 días de vacaciones me venía bien retrasar el momento de enfrentarme a los más de cien correos que sabía que tenía y entre los que había, al menos, dos problemas.
Me encanta ir a Madrid los días laborables. Son escapadas, huidas en las que casi siempre brilla el sol. Fui en bici hasta la estación, cogí el tren y aparecí en Atocha a las 8.30 de la mañana. Cientos de caras nuevas, ritmos diferentes a los que contemplo habitualmente desde el coche a mi paso por la M-40. Al rodear el Reina Sofía, como si lo viera por primera vez, me impactó la ampliación, su rojo brillante y su altura. Bicis, niños yendo al cole solos y acompañados. Son esas horas en las que las ciudades bullen por la rutina más auténtica, cuando todavía los turistas no han abandonado sus refugios y las ciudades no son, por tanto, espacios de contemplación sino espacios de tránsito y de vida.
A la salida de la formación, con la cabeza llena de conceptos y la tripa tocada por la emoción (porque sigue existiendo la ideología, afortunadamente) bajo las escaleras del edificio apresurada. No he esperado a mis compañeros. Me iría gustosa a tomar unas cañas pero he de regresar a casa y llegar al colegio. El apresuramiento, la prisa, la falta de pausa, es una constante a la que me he acostumbrado. De hecho, creo que siempre he sido así, prisillas. Incluso apostaría que genéticamente estoy predeterminada para caminar siempre como si llegara tarde. Es un gen todavía sin descubrir, pero no dudo de su existencia.
Desde el último tramo de las escaleras veo a un tipo, en el rellano, fiambrera en mano, hablar desde lejos con alguien. Delgado, camisa de cuadros, pelo largo, pómulos prominentes. Lo conozco. No recuerdo su nombre, pero le ubico perfectamente en la época del instituto e intuyo que le tenía simpatía.
- Hasta luego, le digo al tiempo que nos cruzamos en los últimos escalones.
- Hasta luego, responde automáticamente mientras sigue subiendo.
Me he dado la vuelta para ver si reacciona de alguna manera al verme o si sigue ascendiendo por las escaleras sin haberme reconocido. Continúo sin saber quién es ni de qué le conozco. Esta vez no se ha impuesto el reflejo de conservación que me lleva a caminar apresuradamente hacia la siguiente etapa del día sin mirar a mi alrededor sino que se ha impuesto el reflejo de la curiosidad, el que me lanza a lo imprevisto.
Se da la vuelta, me mira extrañado.
- Nos conocemos, ¿verdad?
- Soy O., del insti.
A estas alturas del encuentro sigo sin recordar su nombre ni sin estar segura de que, efectivamente, en algún momento nos uniera un vínculo amable.
Me recuerda. Me dice que trabaja ahí, que se encarga de la informática. Le digo que he ido a asistir a una formación. Le pregunto qué tal le va todo. Todo le va bien. A su alrededor parece que no tanto, pero de momento nada gordo le ha dado de lleno. Le digo que seguro que nos encontraremos por allí de nuevo porque tengo previsto acudir más veces. Y me despido sin saber, todavía, de quién demonios se trata.
Al torcer la esquina me llega el recuerdo: se trata de E., el ex de mi amiga I. Instituto, universidad, una inolvidable fiesta de nochevieja, amigo de J. P. Ruptura con mi amiga y olvido. Efectivamente, me caía simpático.
Sigo avanzando por la ronda de Valencia. Me detengo frente a la entrada de la ampliación del Reina Sofía. La cubierta proyecta ahora una sombra sobre la fachada creando una hermosa forma geométrica. Saco una foto mientras espero que el semáforo se ponga en verde.
Cuando empiezo a subir por la ronda de Atocha veo a lo lejos una figura familiar. En el siguiente paso confirmo mi hipótesis. Por supuesto, es mi amiga M., que regresa del trabajo y se dirige a su casa, en Lavapiés. Le bloqueo el camino cuando apenas nos separa un  metro. No me ha visto y da un respingo cuando me lanzo a abrazarla. Qué encuentro más inesperado. Creía recordar que Madrid tenía unos 5 millones de habitantes. Me sorprende que un miércoles laborable, en los alrededores de Atocha, pueda encontrarme con alguien a quien quiero y veo poco, sin haberlo planeado, cuando ni siquiera es una zona que frecuento. Le felicito con 5 días de retraso su cumpleaños y bromeo con que espero que le haya gustado mi regalo sorpresa: un encuentro en el camino de vuelta a su casa. Me lo he puesto difícil a mí misma para el año que viene. Nos ponemos al día brevemente, bajo el sol de mediodía. Su risa, su pelo. Qué alegría.
Por fin en el tren, sumergida en la lectura de mi libro, me alegran las sorpresas que me ha regalado mi breve paseo por Madrid. Me asombran las casualidades, me sorprenden. Quizás no sea tan improbable lo que ha pasado, quizás sea la falta de hábito que la rutina del resto de días impone. Seguramente. Pero no puedo evitar preguntarme cuál será el calibre de los encuentros y casualidades una mañana cualquiera en Reikiavik, con 120.000 habitantes. Parecemos tantos. Y mira lo que pasa. Que basta con ser 2, en el mismo sitio y a la misma hora.