Empieza la segunda tanda de las Navidades. Esa
que hace de bisagra entre el final de un año y el inicio del otro. El relleno del bocadillo en el que la nochebuena
y reyes son los panes.
Mañana le toca el turno a la nochevieja. Para mí, una noche
emocionante por lo que tiene de topetazo tangible con el tempus fugit. Porque
así, en cuestión de 12 campanadas, pasamos de estar en 2016 a estar en 2017. Y
no puedo evitarlo, oye. Me emociono. Igual que el día de mi cumpleaños. Me
siento vulnerable, maleable, impotente, porque ya no es aquello de “eres el
primer marrano que me da la mano en el 85”. Nanay. Ahora los que me rodean
empiezan a estar mayores, cansados, sin fuerzas. Percibo la vejez y el
desgaste. Los padres que se repiten, las abuelas
en peligro de extinción y las nostalgias de los recién llegados que ya palpan
lo que dejó de ser. Jolines. Y esto es un tren en el que uno no cambia de
vagón. Vamos, que por donde pasa el de delante pasarás tú.
Y no solo me emociono con el año más que me guardaré en el
bolsillo. También están los deseos para el nuevo año. Ya sabes, esas
enunciaciones fantásticas para las que nos damos plazos de 12 meses. Mire
usted, yo ya habré cumplido si mañana logro no dejarme invadir por la ira en
algún momento. ¿En 12 meses? Madre mía, ni idea.
Pero quizás así me van las cosas, por no tener proyectos a
medio o largo plazo. Tengo una buenísima amiga que funciona con planes a 5
años. Y es feliz. Se lanza a la piscina al inicio del lustro y navega contra
viento y marea en pos de su destino. Y mira, a los 5 años ha hecho un camino que ha llegado a algún sitio. Sí, sí, como Martín "Testarudo", aquel personaje valiente del cuento de Gianni Rodari. Oye, mira, quizás deba ser este mi
propósito de año nuevo. Ya lo pensaré pasado mañana. Hasta ese momento, seguiré
agarrada a lo que me vaya tocando, sin ninguna visión largoplacista ni
ambición para mi vida más que sobrevivir al trantrán de los días y acostarme temprano.
2016 ha muerto, Que viva 2017.