Tengo comprobado que la felicidad por el amarraje en la cotidianidad me dura un par de meses. Para navidades estoy deseando hacer, si puedo, las maletas, u organizar los viajes que vendrán. Y de enero a junio todo es un esperar, un desear que llegue de nuevo el final de las clases y hacer las maletas y empezar con las frenéticas semanas que me llevan de un lado para otro. Creo que lo que más me engancha del verano es la luz, la calle, la vida al aire, el contacto con la naturaleza. Recuerdo que allá por febrero, durante unos días hizo buenísimo. Me sentí traicionada por el clima. No estaba preparada para salir de la cueva invernal. Y sin embargo la gente estaba feliz con la ilusión de la primavera. Me lleva tiempo acostumbrarme a los cambios. Y suelo ir con retraso. Cuando llega la primavera es cuando más a gusto estoy en el invierno. Cuando llega el otoño, es cuando más a gusto estoy en el verano.
Así que esta vez, paso mis vacaciones de verano en un clima otoñal. Regresaré a casa en unos días y me recibirá en el aeropuerto un abrazo de calor seco. Me hará ilusión volverme a poner pantalones cortos. Pero el otoño, cuando llegue, ya no me pillará por sorpresa porque durante mis vacaciones, no hace tanto tiempo, habré tenido un otoño por sorpresa. Y no me habré sentido traicionada, porque durante las vacaciones las sorpresas del tiempo son otra cosa