
Estoy sentada en la mesa del comedor. La noche ha ido llegando, sigilosa, mientras yo no levantaba la vista de las pruebas que ando corrigiendo. Cuando por fin lo he hecho el sol había desaparecido completamente detrás de las montañas, justo enfrente. El cielo estaba negro y, junto a los grillos que cantan 8 pisos más abajo, una hermosa luna creciente decora este momento. Esta noche de verano tiene algo de embriagador, de loco. No sé si es el mantra rítmico de los grillos, el rumor de los coches a lo lejos, el cielo sin estrellas, ocultas tras el reflejo en los cristales de las ventanas, pero tengo ganas de salir a la calle, de bailar, de cantar, de reir. Es una noche de verano con sabor a noche interminable, a noche de esas que deseas eternas. Pasa el tren acallando los grillos. Un niño llora. Dos perros ladran. La luna, acunada, se ha vuelto roja.