Hace algunos días me puse a organizar las carpetas de documentos de mi ordenador. Es la versión virtual y limpia de revolver en las cajas y carpetas que guardamos en el altillo del armario. Pues sin estornudar por el polvo ni mancharme las manos me encontré con un algunos textos que había escrito hace bastante tiempo. Recoradaba que existían, y más o menos en qué condiciones habían sido redactados, pero no recordaba su forma. Y en este "hallazgo" hubo algo de perturbador, y es que no reconocí los textos como míos. No me encontré con ellos. Es como si los hubiera escrito cualquier otra persona, pero no yo. No me identificaba. Para ser más precisos, mi yo de ahora o la de hace unos días, la que hizo clic con el ratón sobre la carpeta en cuestión, no es la que se sentó hace muchos meses, incluso años, delante de un ordenador muy distinto a escribir.
Anoche me releí el final de Viviendo del cuento, de Juanjo Sáez. "No puedo para el tiempo", dice la última de sus viñetas. Creemos que el presente es absoluto e inamovible, y sin embargo aquí estamos, desmpolvando un montón de presentes que han dejado de serlo y que forman parte del terreno más dado a la nostalgia que pueda existir, el pasado. Sin darse cuenta, han dejado de ser el instante cazado para ser el pasado cazado. Como un vieja foto de Cartier-Bresson. No sé si Cartier-Bresson, años después de haber fotografiado los niños en clase, la Isla San Luis o lo que fuera, se preguntó sobre la autoría de sus propias fotos al verlas después de mucho tiempo. Es extraño, es sentir que vivimos muchas vidas que se van enlazando unas con otras, y que cada instante es susceptible de convertirse en un momento de nostalgia.
Quizá la próxima vez que lea aquello que escribí hace tiempo y cuya relectura ahora me sorprende, me sumerja, entonces, en un reconocimiento e identificación inmediato. Quizá la próxima vida esté más cerca de aquella que ya he dejado atrás. Pero, ¿qué queda de común a todas? Ni idea.