Hace unos años, pocos, estuve aquí, en la misma ciudad en la que estoy ahora, haciendo lo mismo que he venido a hacer. Recuerdo que eran días fríos. En aquella ocasión tuve más tiempo libre que esta vez y pude darme un paseo largo y hermoso con mi compañera de trabajo. Era una época en la que una tristeza enorme me tenía consumida hasta los huesos. Solo me recuerdo despierta durante aquel paseo gélido por la orilla del río. El resto del tiempo, mientras estábamos trabajando, recuerdo oscuridad y un inmenso dolor de cabeza.
La última mañana madrugué y salí a dar un tímido paseo. Tímido porque mi tristeza iba acompañada de una enorme sensación de pequeñez, así que 100 metros me resultaban un kilómetro. Al amanecer de aquella última mañana el sol se dignó a aparecer delicadamente y reflejó toda la fuerza de la que era capaz en la fachada frente al hotel. Una fachada enorme, de un edificio moderno pero que podría ser antiguo, rectangular, de terrazas corridas. Recuerdo el sol brillando reflejado en las planchas de aluminio y los cristales. Y recuerdo el leve suspiro de ilusión que se alumbra cuando la tristeza se hace a un lado. Recuerdo que saqué una foto.
Hoy el frío es el mismo. No sé a la orilla del río pero sí en la calle. La oscuridad también llega pronto y todavía el sol no se ha asomado. La tristeza ha ido desapareciendo, pero desde entonces le tengo guardado un sitio. Y en esta ocasión he hecho mío el destino, desde un apartamento en el que la enorme ventana me muestra como horizonte un oleaje de fachadas.
Esta vez he viajado sola. Y es algo significativo, porque he descubierto que estoy totalmente desacostumbrada a vivir en este estado. En otra época no me hubiera ni dado cuenta de que el viaje lo emprendía sin compañía, ni que nadie me estaría esperando. Tal era mi ansia de verme en ello. Y sin embargo, mi vida de ahora carece por completo de momentos de vacío, silencio y soledad. Me he dado cuenta al venir aquí. La soledad es un estado desacostumbrado en el que las miradas cobran otro sentido, los minutos se deslizan de otra manera y los deseos tienen otro ritmo.
Quizás la soledad sea algo propio de la juventud, o al menos de la mía. Quizás no vuelva a catarla hasta que sea una anciana resignada y abandonada por la vida. Pero lo más probable es que agarre este descubrimiento de las orejas y lo encaje en la maleta de vuelta a casa. Porque sí, es verdad, la echaba de menos.