Me encanta ver casas. Soy adicta a los blogs de decoración que muestran viviendas en las que siempre es primavera, en las que la luz luminosa del amanecer se cuela por grandes ventanas iluminando detalles hermosos concienzudamente pensados. En otras ocasiones es la luz de la tarde, lanzando un velo de melancolía sobre las paredes blancas sembradas de cuadros formidables. Sofás con cojines perfectamente desemparejados, cocinas donde el desorden está calculado al milímetro. Niños jugando sin un pelo fuera de su sitio ni una mancha de más. Escenarios, en definitiva, aparentemente auténticos, reales, vivos. Pero son siempre escenarios artificiales.
A menudo me saturo de la perfección imperfecta de estas imágenes. Aparto la mirada de la pantalla y miro a mi alrededor. Y me sorprende lo feo y desequilibrado de todo, lo hermoso escasamente diseminado. Me emociona lo auténtico y propio de todo lo que no es digno de ser fotografiado. El correo amontonado a medio abrir sobre la encimera, entre las cajas inútiles que amontonan polvo, un platito hecho por los niños y un montón de monedas. La mesa del salón con cuentos, pinturas, dibujos a medio terminar y flores marchitas. La chaqueta sobre una silla. El revistero a rebosar. La vida, en definitiva, que ha pasado sin ninguna atención estética, y no se ha ido.
Una de esas panorámicas de caos irredente es el armario de la entrada. Por más que me empeño en cerrar la puerta para hacer invisible lo que es feo, siempre encuentro la puerta abierta. Esta insistencia de la puerta por permanecer abierta (o quién sabe, quizás la insistencia sea de alguien por no cerrarla) no para de recordarme que en mi armario no hay luz de primavera, que es un rincón oscuro, que existe, está, y forma parte de todo lo demás. Y de repente me parece que tiene todo su sentido hacerle una fotografía, reivindicar la oscuridad, el desequilibrio, la imperfección de la vida real vista desde cerca.
Adoro la fotografía "ideal". Necesito la "real".