viernes, 9 de febrero de 2024

Hoy me pesa el sistema

 Una semana dura. Lo llevo diciendo los viernes desde hace semanas. Salgo por la puerta del instituto y se quedan congeladas hasta el lunes las urgencias y los fuegos. Sin embargo. Sin embargo la rutina del viernes por la tarde, con dolor de cabeza, lluvia y entrenamiento de desfogue cancelado, me ha traído a la biblioteca. Nuevo escenario en el que enfrentarme a redacciones plagadas de errores que debo rubricar con un guarismo dentro de un círculo. Hoy voy sin gafas. Todo el día viendo borroso a partir de un metro de distancia. Quizás por eso me duele la cabeza. He llegado a la biblioteca. Mi pequeño templo. Silencio. Libros. Silencio. Libros. He llegado a la biblioteca y estaba Isa. Le ha crecido el pelo. Guapa. Feliz (pero no sé si lo sabe). Nos hemos puesto directamente a hablar en los asientos giratorios que están algo apartados. De todo lo inmediato. Y entonces. Y entonces una joven espigada se ha acercado. Es Sofía. Ha crecido medio metro. Guapa. Feliz (no sé si lo sabe). Y me he echado a llorar. Porque en ese momento le hablaba a su madre de mierdas del sistema. De los huérfanos del sistema. De los descarriados del sistema. De los excluidos del sistema. De los verdugos del sistema. De lo ciegos que estamos ante el resto. No nos enteramos de nada. Y los hay que se enteran menos todavía. Y la ignorancia hiere y daña. Y Sofía me ha recordado que crecemos y cambiamos y que el tiempo nos espiga. Así que me he echado a llorar. Haciendo pucheros, con el gesto torcido reprimiendo las lágrimas y sin poder articular palabras comprensibles. Hoy el sistema me pesa. El sistema de mi casa, de mi trabajo, de mi ciudad, de mi país, de mi mundo. No soy capaz de recordar la belleza ni el sentido. Había venido a trabajar y he llorado. Había venido a producir y estoy escribiendo una entrada en este blog que nadie lee. Había venido huyendo y he encontrado consuelo en unas lágrimas inesperadas. Me he puesto las gafas. Son las 9h y la biblioteca cierra. Fuera hace frío y llevo poco abrigo. "El tiempo es difícil de comprender y lo parcelamos". Dice Isa que hay otras maneras de aproximarse al tiempo. Que pase el tiempo y lo vea.

sábado, 30 de diciembre de 2023

Había descartado pasar por aquí y sin embargo

Había descartado pasar por aquí. Al menos por esta vez. Sin embargo aquí estoy. Una fuerza poderosa me ha invadido a pesar del deseo de meterme en la cama a seguir leyendo los dos libros que tengo a medias (Fortuna, de Hernán Díaz, y #SeAcabó, de mi admirada prima). Una fuerza que me ha poseído como una autómata y me ha hecho abrir mi cuaderno de hitos del año, leerlos, mirar las escasas fotos publicadas en Instagram en los últimos 12 meses y escribir "blogspot" en la barra de búsqueda.

Releo en mi IG un cita de Gómez de la Serna que acompaña unas jaras en flor que publiqué allá por mayo. "Siempre es hoy, nunca es mañana". Y sin embargo sabemos que hubo ayer y que hay olvido. Creo que es en estas palabras en las que reside la fuerza que me posee cada año alrededor del 31 de diciembre y me obliga a poner palabras con las que marcar, como en un plano, un lugar visitado, descubierto, conocido. Marcar 365 días.

Y es que el presente me inunda, su intensidad me ciega. Pero está incompleto. Lo veo claro ahora. No es nada sin el pasado que nos trae aquí ni sin el deseo del después. Así que se acaba este año, en el que me casé, me fui a Japón, aprendí hiragana y katakana, me lancé a la piscina de ser adjunta de Jefatura de estudios, escribí un artículo para la newsletter de Nouvelle Madrigalia, algunos post para Paisajes de Ventanilla, ninguno para este blog; el año en el que no colgué por pudor ninguna foto de mis viajes, en el que fui a San Sebastián con mis amigas, a Cudillero y Lanzarote con mi familia, a visitar a mi abuela y pasear por Madrid Río; el año en que leí Passion simple a orillas de una piscina en Burdeos, descendí a toda mecha la duna de Pilat, me despedí del verano con el último atardecer de mis vacaciones en una playa en las Landas. El año de Barbie, y las discusiones que generó con mis hijos, el año del beso no consentido de Rubiales a Jenni Hermoso, el año del 8M improvisado con Sonia y su amiga María. El año en el que en la peluquería me secaron el pelo con difusor y resultó que tenía una ligera onda que me hace sentir otra, salvaje y despeinada. El año en que cambiamos de banco. Porque resulta que se les puede traicionar y marcharse con otro. El año en que mis amigas construyen casas, estudian oposiciones con ahínco, sacan plazas, son felices. Superan dolor y pérdidas, enfrentan malas noticias sin derrumbarse y sosteniendo a sus seres queridos.

Este ha sido el año en el que Israel destruye Gaza. Y en noviembre me siento así. Me cae una bomba encima. Sacude el tablero de ajedrez y las fichas se mueven. No recuedo dónde iba cada una y la partida ya no tiene sentido. Pero los días siguen llegando ajenos al sentir de los mortales, marcando 24 horas. La rutina, la cotidianidad, lo conocido balizan el camino más allá de la niebla.

2024 llega y me lo imagino como lo ha dibujado Flavita Banana, con un 4 en forma de silla en el que poder sentarse a descansar. Más que nunca el próximo año está sembrado de incertidumbre. No me preocupa no saber ni dónde trabajaré, ni dónde iré de vacaciones, ni con quién. Espero que estas incertidumbres, llevaderas, convivan con las certezas que se disipen al levantar la niebla. Y que estas certezas, igual que la fuerza que me ha puesto a teclear, traigan consigo el impulso necesario para ir construyendo cada día con conciencia y con amor.

sábado, 3 de junio de 2023

Nos vemos en los tanatorios

Me disponía a echarme la siesta cuando me han avisado de que la cremación era en 45 minutos. Con la cabeza extenuada, mitad aquí mitad en la tierra de los sueños, me he lavado los sobacos y he llegado hasta el tanatorio. B. estaba guapisima. Una blusa blanca con pequeñas estampaciones azules otorgaba al lugar una energía luminosa y fresca. N., sin embargo, iba de negro. El féretro de J. estaba abierto. Tienen algo los cadáveres de irreal. Una perfección en el rostro que da ganas de rozarlos, de comprobar si la temperatura es templada y si la superficie firme. Abrazo a B. Le digo que está preciosa. Lo está. Abrazo a mi padre y a mi madre. La media de edad de los asistentes está en los 70, calculo. N., V. y yo la rebajamos. Solo un poco. Ambos pasamos de los 40.

Al entrar en la sala el maestro de ceremonias es pausado y sentido. Parece de verdad que hablara desde el corazón y nos insiste en que sintamos gratitud por haber compartido nuestras vidas con J. Nos alienta en el duelo y nos lee "Caminante no hay camino" de Machado. Mientras le escucho, Serrat hace los coros en mi cabeza. Luego N. nos ha agradecido estar ahí con ellos, y ha recordado el impacto que le produjeron en el instituto las coplas de Manrique a su padre. Se ha derrumbado con aquello de "cómo se viene la muerte tan callando".

Fuera oíamos música y alboroto. Y al salir había niños y gente joven sentada por el suelo y hablando. Ellos habían ocupado la sala que ahora abandonamos justo antes. Y son multitud, y los niños ríen y corren por el césped. He pensado que quizás se tratara de la historia que me habían contado el día anterior. Sí, la muerte de una persona de mi edad vencida por un cáncer largo que deja sin madre a una criatura de 2 años. Si es así, si es esa la tragedia que han festejado con música hace unos minutos, quizás esté L., mi amiga del alma, la que ayer me informaba de esto justo cuando le devolvía la llamada con la que había intentado felicitarme por mi cumpleaños.

Porque ayer cumplí 45. Un número redondo, que suma 9, que me sitúa en la mitad de una vida que deseo longeva y nonagenaria. Y ayer falleció J. Y también ella. He mirado a lo lejos en busca de L. y la he encontrado al otro extremo de la plaza protegiéndose del sol con una suave chaqueta de hilo sobre la cabeza. Es un lugar extraño para encontrarse. Y sin embargo es de los pocos lugares en los que un encuentro fortuito puede ocurrir en una sintonía parecida. Nos hemos abrazado y yo he sentido la luz que su presencia siempre genera.

Mi madre, cada vez que alguien muere, recita esos versos de Serrat (de nuevo él) que dicen "la vida y la muerte pegada a la boca". Ayer celebraba la vida rodeada de flores y gente a la que quiero y hoy celebramos la muerte, algunos con música y baile y otros con versos. Y mientras, mi padre me dice que quiere irse en silencio y sin dejar rastro, que no quiere ser testimonio del olvido, que no quiere que, como acaban de hacer para su madre, se acople una placa con su nombre a un nicho que contenga sus restos, nicho en el que permencerán 70 años más en un cementario que no visitamos. Y es que el alquiler de mi abuela, que falleció hace 10 años, había expirado. Los muertos también se mudan y parece no afectarles la nueva ley de la vivienda. El nuevo contrato de alquiler de mi abuela finalizará en 70 años. Yo ya no estaré aquí. Muy seguramente haya dado para entonces un paso más hacia el olvido, el que nos espera a la mayoría. Mientras tanto, podemos seguir bailando, disfrutando de la música, de los abrazos y de la poesía. Sin olvidar, quien quiera, la callada llegada de la muerte.

viernes, 30 de diciembre de 2022

Balance y tila

 A 24 horas del fin de año no preveo la posibilidad de que se dé un instante de silencio y distancia que me permita contemplar los últimos 12 meses como si de una proyeccion de diapositivas se tratara: pausada, íntima, nítida. Prevalece lo último, lo reciente. Y no me lo quito de encima. 

He revisado mi cuaderno, el de los hitos, en el que dibujo y coloreo los acontecimientos relevantes, aquellos solo míos y aquellos del resto. Y está vacío desde marzo.Y no recuerdo qué pasó. He garabateado lo evidente (el destino de vacaciones, la muerte de mi tío, mi 44 cumpleaños en Greven, Alemania) pero de lo demás, ni rastro. A lo mejor era solo ruido. A lo mejor, no importaba.

Y tengo el estómago revuelto, la respiración entrecortada y una tila doble con manzanilla junto al teclado. Y tengo insomnio. Y pesadez. Y desconcierto. Como una resaca tras una noche que no recuerdo con claridad en la que posiblemente hubo risas, y llantos, en la que se dijo lo que tocaba y lo que no se debía.

Los acontecimientos ocurren en un plano. El alza de los precios de la gasolina. La crisis energética. La invasión rusa de Ucrania. Pongamos que hablo de Madrid en un piano en Alemania. El infinito en un junco. Japonés elemental. Poeta en Nueva York. Louisa-May Alcott. Thoreau. La laguna Walden. El capitalismo salvaje. La ola de calor. 

Y en otro plano ocurren las emociones. Se impriman los recuerdos. Se siente el erizar de la piel . El frescor del agua de la piscina de Laura. La humedad de la niebla. La sangre que fluye. La soledad. La incomprensión. Otra vez la soledad. Otra vez la incomprensión. Y un estadio de rugby que jalea emocionado un ensayo. Y otra vez la soledad. Y el saberse conectada a una red de 5 personas que forman un hexágono y que se abraza, y sintoniza, y habla el mismo idioma, y es universo.

Y fluyen las lágrimas. Y se ansía un beso. Y alguien forma con sus manos un corazón que te lanza y te susurra que eres su prefe. Y te piden un masaje y te dicen "mamá bonita". Y digo "mami bonita". Y abrazo. Y río. Y lloro. Y no sé.

Y es otra vez 31 de diciembre y me siento cansada. Y sueño con el mar del día siguiente y con cogernos de las manos y reirnos. Y ver first dates. Y planear un viaje hexagonal a San Sebastián. Y escuchar dramas. Y acabar de ver The office. Y sentarnos en el sofa a descubrir una nueva serie. Y cocinar crumble de manzana y pera como si de una poción mágica que otorga escucha, paciencia y confianza se tratara. Más crumble, crujiente y templado amor. Ración doble. Y mañana más.

martes, 27 de septiembre de 2022

Compro libros

Con 27 días  de retraso tengo por fin los síntomas de septiembre. Ya saben, ese deseo, ajeno para muchos, de forrar los libros nuevos, rellenar el estuche y cumplir con todos los propósitos que prometen eliminar la culpa de los últimos meses y aventuran un futuro feliz de logros y mejorías. Así, me ha dado de golpe. Toda la sintomatología arrancó ayer lunes. Y hoy me encuentro inscrita en un curso on line que no había previsto, quemando tarjeta en las librerías y consultando las páginas de teatros y conciertos de manera compulsiva. Un arranque de energía y candidez. Nuevos propósitos. Pero sospecho que no es más que una llama chiquita que crepita en mitad del vendaval. Veremos los síntomas que mantengo el viernes.

martes, 27 de abril de 2021

La hora de la siesta

 Es la hora de la siesta. Es verano y hace calor. Y más en esta casa al sur de Italia, cerca de Nápoles. Todos duermen y no puede hacerse ruido. No hay tele, ni teléfonos ni se tiene permiso para salir a jugar al jardín. Hay que estar en casa y en silencio. Así que, imagínate, puede ser muy fácil aburrirse pasado un rato. Los hijos del pintor, María Luisa y Mariano, se aburren.

Están sobre un diván, que no es otra cosa que un sofá muy muy largo sin respaldo. Mariano lleva una careta sobre la cabeza. Está sin camiseta, medio tapado por una tela azul con enormes dibujos naranjas y dorados. A sus pies hay una muñeca tirada en el suelo.

A su lado María Luisa está tumbada. Lleva calcetines blancos y vestido blanco. El vestido es corto y deja las rodillas al aire. Lleva un grueso lazo rosa atado a la cintura. María Luisa está recostada sobre un enorme cojín rojo y se abanica la cara, los ojos cerrados, con un abanico que tiene dibujos japoneses de color rosa, negro y blanco. Un cerezo en flor, unos pájaros… quién sabe. Lo que está claro es que María Luisa mueve el abanico, flap, flap, para hacer llevadero el calor.

A lo mejor se oye a lo lejos el rumor de las olas. A lo mejor se oyen las chicharras. A lo mejor Mariano está jugando concentrado con lo que tiene entre las manos y que no podemos identificar y mientras juega va narrando su aventura. A lo mejor el silencio es prácticamente absoluto a excepción del abanico de María Luisa y de los pinceles de Fortuny. Fortuny es el pintor del cuadro. También es, como ya sabes, el padre de Mariano y Maria Luisa. Ha decidido retratar a sus hijos a la hora de la siesta, cuando más se aburren, en el salón japonés de su casa de verano.

Lo que más llama la atención de este cuadro, aunque parezca mentira, no son Mariano y María Luisa. No. Los ojos se me van, nada más ponerme frente a él, a los enormes cojines del diván y a la tela azul que cubre a medias a Mariano. Los cojines son de colores muy vivos, rojo y verde y combinan perfectamente con la tela azul. Otra cosa que me llama la atención es que este cuadro es rectangular, como el diván. Es largo, horizontal. Y la pared… cómo decir, parece un trozo de cielo salpicado con nubes, un lienzo a medio esbozar. Se ve una rama, unas mariposas. ¿Es aquello la curva de un camino?

Este cuadro es silencioso y caluroso. Te invita a recostarte junto a María Luisa y pedirle prestado el abanico. Me imagino la tela de los cojines muy suave. Me gustaría estar ahí y quedarme adormilada. Hay sitio para todos. Si quieres verlo, pásate por el Museo del Prado, en Madrid. El cuadro se llama “Los hijos del pintor en el salón japonés”.

(Sección "Arte con minúsucula" del podcast Paisajes de ventanilla)

domingo, 18 de abril de 2021

La edad de la reina de Inglaterra y el olvido

Esta semana, al entrar en mi case de 3º, un par de alumnos se abalanzaron sobre mí para preguntarme si sabía los años de la reina de Inglaterra. Dejaremos de lado la confianza de mis alumnos en que yo pudiera tener esa información a mano en mi cabeza. Respondí como en un reflejo (puesto que iba hablando con mi compañera) que tenía 94 años.

Me sorprendió la seguridad con la que di la respuesta. Parece ser que a uno de mis alumnos le satisfizo pero no al otro. No sé de qué estaban hablando. No se trataba de ponerme a prueba sino de resolver algún tipo de desacuerdo entre ellos. Consulté a google en el acto. Confirmó mi dato: la reina de Inglaterra, a fecha de hoy, tiene 94 años.

Esta misma semana ha sido el cumpleaños de mi abuela. 91 años. El lunes 12. Sin embargo, este dato requetesabido y requetecelebrado ha sido completamente ignorado por mi memoria. A la mañana siguiente, pasada la celebración, caí en la cuenta del despiste al ver las fotos de mi familia reunida la tarde anterior. No solo había ignorado el evento del día sino también el hecho de que mi familia se reuniría al aire libre para felicitar a la matriarca.

Soy toda olvido. No hay duda. Ha quedado demostrado. Lo extraño es que luego voy y recuerdo sin esfuerzo la edad de la reina de Inglaterra como si de la mía propia se tratara. Creo, de hecho, que hubiera dudado al dar la mía lo que no dudé con la de la reina. Y no me lo explico. Solo he visto un capítulo de The Crown. Y los royalties me la traen bastante al pairo. No entiendo cómo ese dato puede estar en mi cabeza y la misma cabeza olvidar el cumpleaños de mi abuela. O lo que he hablado con mis compañeros hace media hora. Tanto me da.

Y luego paseo por mi barrio de la infancia (he ido de visita postcumpleañera al mismo barrio) y me vienen a borbotones recuerdos y sensaciones. El mercado en el que me hice la cicatriz del dedo meñique, las monjitas donde acudía al practicante, la casa de mi amiga Ana, mi colegio al otro lado de la calle. Pero no recuerdo los temas que he estudiado en el último mes.

Empiezo a tener memoria de vieja. Ya sabes, esa memoria que olvida lo de ayer pero recuerda como si fuera hoy lo que pasó hace décadas. Hasta ahora creía que esa memoria me flojeaba. Ahora, me flojee o no, creo que es la única que sigue a flote.