sábado, 5 de febrero de 2011

Vivir a través de los otros


Leo ha corrido por la playa, después de haber saltado una y otra vez desde las dunas más altas. En la orilla, cada vez entraba más en el mar. Las olas se acercaban, la marea subía. Y el viento de enero era frío. Y Leo cada vez se atrevía a meterse un poquito más. Las olas empezaron a mojarle el pantalón, y como no habíamos llevado cambio ni toallas, decidimos dejarle en camiseta. Y Leo volvió a acercarse a la orilla a jugar con las olas. Las olas rompían a lo lejos y se acercaban a la orilla encrespadas y sucias de la arena removida del fondo. Hacían ruido y el cielo amenazaba tormenta. En el horizonte, el escarpado quebrado de Famara, las nubes algodonosas y grises y el sonido constante del viento. Instantes de libertad, con el horizonte aucático como único límite. Sin miedo, sin frío, sin después.
A veces mis hijos me llevan de la mano, sin que yo me dé cuenta, y comparten generosos conmigo su experiencia pura de vida. Como aquella otra vez entre las dunas, hace un par de años, barridos por una tormenta de lluvia y arena y muertos de frío. Leo y yo corrimos duna abajo como si nunca fuera a acabarse, rodamos, rodamos, y caímos exhaustos y libres sobre la arena caliente que volaba a nuestro alrededor.
Sin ellos no sé si saltaría dunas embriagada, ni si saltaría olas despreocupada. Pero están ellos, y lo hago, y si no lo hago, lo vivo con sus ojos. Gracias, hijos, por compartir conmigo la libertad de no tener límites y no tener miedos.